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Retratos

Ancla 1

El retrato fue un género que cultivó a lo largo de toda su vida. Aunque prácticamente no hubo año en que no realizara alguno, parece que en el decenio de 1970 se concentran un número significativo de ellos. Desde los primeros de 1946 hasta el último pintado en 1993, los retratos van evolucionando con el resto de su pintura, con la que forman un todo indisoluble. Piénsese, por ejemplo, en “Mª Blanca” (1972) y “Alejandro” (ca.1985), más próximo el primero al paisaje y a las porcelanas el segundo. No repetiremos, pues, lo dicho para cada época, sino que trataremos de extraer algunas constantes que se mantienen a lo largo de este arco de 50 años.

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Durante toda su carrera, los retratos constituyeron una actividad episódica, pero que nunca abandonó. De hecho, como señala Pierre Francastel, pocos han sido los artistas de este siglo que han sabido escapar a su tentación. González Pascual participaba, por un lado, del común rechazo de un género venido a menos, encorsetado y oficialista, y por otro, admiraba la tradición del retrato español, con Velázquez y Goya como máximos exponentes, así como el enfoque de Van Gogh y Picasso. En consecuencia, siempre rehuyó la posibilidad de convertirse en un retratista especializado, renunciando a emprender determinados trabajos de encargo. El retrato le interesó muchísimo, pero para plantearse problemas pictóricos del mismo alcance que en otros campos. A este respecto resulta paradigmático el “Tríptico de Lucía” (1978), en el que aborda la misma figura desde tres puntos de vista diferentes con una intención clara de análisis que rebasa la puramente representativa/interpretativa.

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La gran atención que le prestó se explica también por el hecho de que no trató la figura en ningún otro marco (si exceptuamos los dibujos). Y, aun aquí, evita cualquier tentación narrativa mostrando siempre figuras aisladas, nunca grupos. El retratado aparece solo y sobre un fondo neutro, sin elementos decorativos ni arquitectónicos; está y eso es todo, sin atributos ni adornos ni calificativos. Tampoco aborda tipos populares o “enxebres”, eludiendo una problemática social o rural que podría interferir en una imagen que él quiere mucho más directa. Son retratos de personas próximas, interpretadas en su unicidad, sin poner de manifiesto sus señas de identidad, ni su pertenencia a ningún grupo.

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Pero a través de ellos asoma también todo un mundo de experiencias colectivas. El pintor trasciende la individualidad del retratado y profundiza en el alma humana. De hecho, al despojarlo de atributos, lo deja desnudo en su humanidad, ocupando únicamente el tiempo y la atmósfera contenidos en el cuadro.

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Otra característica importante de los retratos de González Pascual es que busca más crear una obra de arte que un retrato, primando la voluntad de estilo sobre la servidumbre al parecido físico. Se advierte claramente una ambición interpretativa que va más allá de la apariencia de las cosas y trata de penetrar en la psicología individual, en un ejercicio hasta cierto punto adivinatorio de aspectos de la personalidad ocultos incluso para el propio modelo. Muchas de las personas por él retratadas se sienten plenamente identificadas con la cita de De Chirico: “El retrato es la revelación. Es la revelación del personaje. Es él como nunca conseguirá verse a sí mismo en el espejo, como no conseguirán verle jamás sus familiares, sus conocidos, sus amigos…”.

Los retratos de González Pascual son obras, ante todo, de una gran intensidad expresiva y una enorme sencillez conceptual: una figura desnuda se recorta sobre un espacio igualmente desnudo. Su tono es grave, reposado, sobrio. Los ojos, fuertemente destacados sobre el rostro, y las manos, concentran una gran expresividad y aparecen cargados de sentidos sugeridos. La figura, de volúmenes bien definidos, se aborda desde un punto de vista muy próximo, que le confiere monumentalidad. A esta monumentalidad contribuye también el hecho de que los fondos sean neutros, sin referencias espaciales. Se produce así un desequilibrio entre la gran figura del primer plano y su entorno, favorable a ésta, que hace que destaque sobremanera sobre el segundo.

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Los fondos merecen cierto detenimiento. En efecto, no hay referencias espaciales, ni apoyatura geométrica de clase alguna, son neutros, simples telones de fondo. Sin embargo, la figura se asienta sólidamente en ese espacio creado sólo mediante la utilización de la luz y aparece rodeada de una atmósfera propia que la envuelve.

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Sobre este armazón compositivo y volumétrico, la pincelada corre con frescura, con toques de gran libertad. Ciertamente, los retratos de González Pascual tienen algo de abocetado, de inacabado, de sacrificio del detalle a la libertad de toque. Aquí entra de nuevo la voluntad de estilo, la primacía de los valores pictóricos sobre los representativos: rostros, telas, fondo, manos, forman un todo, son pintados simultáneamente y reciben el mismo tratamiento. Aborda la figura sin entretenimientos ni anécdotas. Los contornos desaparecen, el pincel se mueve libre y ágil, casi sin materia en ocasiones, audaz en otras. El parecido físico se sacrifica siempre a la valentía en la ejecución, a la penetración psicológica, al afán de síntesis…

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Como en el resto de su obra, donde más se deja sentir el paso del tiempo quizá sea en la luz. Desde obras con una iluminación de índole “tenebrista”, en que la figura surge como una aparición sobre un fondo oscuro, evoluciona hacia un aclaramiento de la paleta, una mayor difusión de la luz, una mayor presencia atmosférica, cierta dulcificación general que participa del espíritu de los últimos bodegones.

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Para concluir destacaremos la intensa presencia del individuo, que en su humanidad puede alcanzar matices de arquetipo, pero que es ante todo modelo vivo, que está posando para el pintor que lo interpreta. Es ese tiempo y esa alma lo que traslada al cuadro. Y esta potencia de expresión se hace aún más patente cuando los retratados son sus familiares; entonces, está presente también la relación que le une a ellos, el amor que consagró a los suyos.

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