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Ancla 1
UN “PINTOR”
(Alejandro González Pascual)

por URBANO LUGRIS
La Voz de Galicia, 27 noviembre 1960

No estoy seguro de la conveniencia de que un pintor escriba de otro pintor, ya no para juzgarle -competencia de críticos-, ni sé hasta qué extremo puede alcanzar la necesaria objetividad para desentenderse de la propia obra y ver, con ojos diáfanos y libres de prejuicios, los cuadros del pintor amigo. Y esto es tanto más difícil cuando, como en la ocasión que motiva esta breve crónica cordial, los valores humanos del artista a que nos referimos son de la mejor ley, y ejemplo cabal para todos los que formamos -como soldados de línea, o en más o menos nostálgica retaguardia- en las filas del arte.

Pero sí creo firmemente que todos los que -para bien o para mal, o para lo peor- hemos decidido profesar y perseverar en un “oficio” tan denso de amarguras y alegrías, de esperanzas y renunciaciones, tenemos el deber de levantar bandera de gozo, festivales banderas al viento de la calle, cuando alguien, como González Pascual, irrumpe en el mundo de la pintura con tanta valentía, honradez, y sentido de la propia responsabilidad. ¡Cómo nos sentimos compensados entonces -como ahora mismo, ante estos cuadros espléndidos, ejemplares-, de tanta mediocridad ambiente, de tanta pícara trapisonda sin gracia, de tanta mona vestida de seda, de tanto genio de pescalina y nailon!

Porque aquí está -ahí, para quien quiera verlo y pesarlo con los ojos y el alma- un pintor de cuerpo y corazón enteros, sin recetas, sin “guateques” y sin mixtificaciones.

Dos signos hermosísimos señalizan a Alejandro González Pascual; una austeridad asombrosa, y una honradez suprema. Austeridad. Honradez. Palabras, palabras, palabras…

No. No son palabras vacías, o retóricos valses gramaticales. No. Cuando un hombre lleno de pasión -contenida pasión- y de gracia, con sangre gallega en las venas -es decir, con capacidad para la invención y para el milagro- sabe apretarse así, tan duramente, el cinturón, mejor aún, el cilicio del color, y renunciar sin esfuerzo aparente a las tentaciones de lo facilón y de lo blandengue, y desdeñar los éxitos tranviarios y masivos sin un pestañeo, sin un temblor en la mano o en la voz; cuando un hombre, cuando un pintor es capaz de lograr estas casi increíbles, casi celestes, de renunciamiento y de ascesis, es que un grave destino -como en el de Bonn- llamó a su puerta, y él acudió a su llamada, y una como grave y hermosa música cruzó su dintel, y todos los árboles le conocían, y todos los silencios -las grandes y hondas, y creadoras, soledades del silencio- le reconocían y le saludaban entregándosele, porque era como un agua oscura y limpia guardando la luna no copiada, como un raro espejo sin envés.

Yo me atrevo a recomendar a mis amigos sin nombre y con destino, a los que todavía creen en un arte -con minúscula, y sin énfasis- auténtico y sin piñonates, sin altavoces y con amor, vengan a ver estos cuadros de Alejandro González, donde todos los que tratamos de “hacer arte” tenemos tanto -¡tanto, Señor!- que aprender.

Del paisaje al bodegón
LA PLENITUD DE GONZALEZ PASCUAL

por MIGUEL GONZALEZ GARCES
La Voz de Galicia, 9 noviembre 1983.

González Pascual ha abandonado el paisaje, por el momento, al menos. Las antiguas montañas, vistas con mirada de ave, los trigales, los bosques, los troncos de árboles, las hierbas del campo, que fueron sucesivos temas, han desaparecido. Incluso los troncos cortados, que trataba con rosas y grises de una sutileza al propio tiempo veraz y ensoñada. El aire libre no aparece ahora en su obra.

En la exposición actual hay, solamente, bodegones y escasos retratos. Los bodegones permiten obtener una estabilidad de formas marcadas por un dibujo a base de color. No hay línea de recorte y, sin embargo, el contorno aparece con límite plástico muy delimitado, estático, que se llena de sugerencias y efectos luminosos. Siempre dominados por la sabiduría del tratamiento pictórico. Nunca es una realidad objetiva la que surge sino una realidad metamorfoseada en arte. El “espíritu de geometría”, la sensibilidad, la belleza, está entre el cristal o las vasijas.

Los ingenuos hablarán, quizá, de un arte realista. Les basta reconocer el objeto para ello. Pero cada uno de los motivos está recreado, sabiamente falseado en su estructura apariencial y tornado en juego de color, luz o forma. Hay una sinergia que se complementa en sus diversos elementos. Ya que el color aparece con más frecuencia e intensidad que en épocas anteriores. El objeto se nos impone por la fuerza de la presencia. A través de una poética de la quietud y el silencio.

Algunos paños blancos tienen la consistencia y el feliz reflejo luminoso de los de Zurbarán. Cada uno de los paños son un cuadro por sí mismo. Pero la gozosa trampa, el virtuoso engaño, en Zurbarán y en Alejandro, es que ninguno de los dos -aunque a algunos espectadores les costará creerlo- utilizan nunca el blanco.

En otros cuadros, la sobriedad de las tierras, arquitecturadas en una de las más felices creaciones, nos revela la maestría de una austera calidad cromática, el prodigio de la línea y la serenidad precisa de la composición. Alejandro nos procura el volumen y la textura peculiar de los objetos. Y aún de la luz. Que es lo prodigioso.

En este cuadro nos parece adivinar -ya que es de los últimos realizados- un proceso de eliminación de formas, de objetos. Parece buscar la plasmación de la luz y el instante solidificados. Prescindiendo hasta del color. Por lo menos, de la distracción del color.

Otro de los cuadros más importantes y difíciles es el tratado únicamente con ocres. La riqueza de matices, de reflejos, de dominio de los valores cromáticos nos conduce al disfrute de la gran obra. Tensión en la quietud. Equilibrio. Dinamicidad potencial del reposo.

Original, pero dentro de una línea ya anterior, los ramos vivos de las plantas verdes que reposan en la mesa dibujada con el amor y el color propio de Alejandro. Nada terrible, duro, sino sereno, rítmico y eficaz. Tensa y vigorosa estructura compositiva. El detalle nunca es superfluo, sino estimulante, cuidado y necesario.

Los retratos son muy sueltos y expresivos. En ellos, como siempre, Alejandro hace un cuadro, más que un halagador fingimiento del rostro reflejado. Juega más ahora la riqueza del color en su variedad y aún intensidad cálida y la suelta pincelada. Una belleza quizá más alegre, pero el intento de acercarse más a la captación del parecido le aparta de alguno de sus retratos anteriores que fueron culminación de su obra pictórica ya que en ellos prescindió de la más leve sumisión al modelo e hizo, nada más y nada menos, que un prodigioso cuadro.

La exposición es muy varia, dentro del limitado, al parecer, tema del bodegón, en cuanto a los objetos, las formas, los colores. En todo ello la unidad de personalidad y grafismo. La variedad de color, la firmeza de dibujo, el dominio de la técnica y la seguridad de la resolución de los problemas muestran que González Pascual ha llegado a un momento de plenitud.

No hay pincelada deshecha ni atmósfera evanescente. Negación del impresionismo, no pretende captar lo fugitivo del instante, sino la solidez en la luz cuajada de los planos, en las calidades táctiles de los paños. Es un estado del alma. “¡Detente, eres tan hermoso!”. No el momento. Se detuvo la luz.

 

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