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Biografía

La vida de Alejandro González Pascual discurrió sin rupturas ni cambios bruscos: todo su avatar, toda su experiencia vital giró en torno a su obra, sus más allegados y el río Mera.

Nació en La Coruña el 10 de octubre de 1930 en el seno de una familia de la pequeña burguesía. Fue el menor de los dos hijos de Alejandro González Martínez, noyés dedicado al comercio de tejidos, y Mª Consolación Pascual Sallés, catalana. Los primeros años de su vida transcurrieron en Ferrol, donde trabajaba el padre, pero pronto, con el estallido de la guerra, la familia se trasladó a Jubia. Allí, en la casa que el abuelo materno ocupaba en la fábrica de tejidos, tuvo lugar su primer contacto con el campo y el río. Durante la contienda europea, y tras una breve estancia en Ferrol, se desplazaron aún más al interior, instalándose entonces en una casita del Rojal, cuyos bosques y arroyos configurarían la imagen de un paraíso perdido al que siempre trató de volver.

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Así pues, de los seis a los once años, durante el período que abarcan las dos guerras, creció en un entorno de huertos, frutales, bosques y regatos. Fueron años trascendentes en su vida, que estuvieron marcados también por el conocimiento de los primeros amigos. Además, a los cinco años se inició en el dibujo, movido por su padre, que era un buen acuarelista, y hacia los ocho o diez años ya con el afán de ser pintor. Aunque, por edad, quizá la posguerra tuviera una influencia más determinante en su vida que la propia guerra, esta etapa infantil fue crucial, pues en ella se modelaron lo que serían para siempre sus grandes aficiones-vocaciones, la pintura, la naturaleza y la pesca, y una actitud de profundo respeto por el ser humano y de negación de toda violencia.

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En 1944 se trasladaron definitivamente a La Coruña y pronto se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios, donde tuvo como profesor a D. Manuel Tormo. Al parecer, lo hizo ante todo por buscar el ambiente y el compañerismo de otros jóvenes, puesto que tenía ya un buen conocimiento técnico de la pintura y el dibujo; de hecho, nunca dio demasiada importancia a esta experiencia y siempre se consideró autodidacta. Hacia esas fechas comenzó a trabajar en la tienda de tejidos que su padre había abierto en la calle de San Andrés, lo que le obligó a simultanear la pintura con el trabajo.

Los años finales del decenio de 1940 y la primera mitad del de 1950, que son los de su primera juventud, estuvieron dominados por una gran curiosidad intelectual y cultural, por el afán de conocer las tendencias del arte en Europa y el mundo, buscando fuera de España lo que aquí se había cortado de raíz. Aunque su interés se centraba en la pintura, también se sentía atraído por la música, la literatura o el teatro. Pero la posguerra se había instalado profundamente en la sociedad, con su corolario de aislamiento internacional, penuria artística, temor a la innovación y exilio de muchos artistas, lo que redobló el aislamiento de los que se quedaron en la bien llamada “Galicia del silencio”. Para satisfacer esa necesidad de innovación y renovación artística no encontró más que dificultades: poca información, mínimas posibilidades de viajar, nulas conexiones con la evolución europea…

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Cuando podía, frecuentaba la biblioteca del Círculo de Artesanos, donde leyó entre otros a Rilke y a Whitman, así como la Asociación de Cultura Iberoamericana, cuyo Círculo Bach dirigía Labra. A través de los libros de Austral y Skira y de las exposiciones de reproducciones de la Alianza Francesa fue adquiriendo cierto conocimiento de la última evolución artística y de la obra de los maestros clásicos. En compañía de amigos músicos (A. Buján, M. Carra, L. Izquierdo) descubrió el mundo de Bartok, Stravinsky, Mussorgsky y Schönberg y profundizó en Bach, Mozart y Brahms. Como el resto de su generación, sufrió la carencia de una Escuela de Bellas Artes en Galicia, lo que le llevó a proseguir su formación pictórica de forma totalmente autodidacta, característica  que parece común a muchos pintores gallegos del momento y de la generación anterior y que en cierto modo era marchamo de rebeldía frente al academicismo imperante. Sea como fuere, a través de reproducciones o bien por contemplación directa, se mantuvo al tanto de las tendencias más innovadoras de la pintura de la época.

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En ese momento, empezó a frecuentar la tertulia del bar Casa Enrique, centro de reunión de jóvenes escritores y pintores. Con muchos de ellos coincidió también en la Revista Atlántida, fundada con un claro objetivo de renovación artística y literaria y de rebeldía frente al academicismo, el neoimpresionismo y el costumbrismo. En ella participaron entre otros: U. Lugrís, M. González Garcés, Mariano Tudela, G. Meléndrez, J.M. Labra, F. Mon, Cebreiro, A. Tenreiro, Mariano García Patiño, J. Villar Chao, A. Abelenda…, que contaron con colaboraciones de personalidades tan destacadas como Eugenio d’Ors, Otero Pedrayo, V. Risco o Ramón Gómez de la Serna, y publicaron separatas de J.A. Avilés Vinagre, Luz Pozo Garza y Pura Vázquez, entre otros poetas. Sus miembros compartían un sentido europeísta de la modernidad y una vocación universalista, y reclamaban para el arte sinceridad, autenticidad y responsabilidad, oponiéndose a cualquier idea de escuela o grupo. Aunque en aquel momento González Pascual sólo contaba 24 años y sus compañeros algunos más, su precoz madurez como artista le permitió participar plenamente en la revista y entablar profundas amistades que lo serían ya para siempre. La revista tuvo una vida corta; se prohibió en 1956 por la edición de un número especial dedicado a Ortega y Gasset. Pero su existencia representó en su momento un acontecimiento decisivo para la cultura gallega. En efecto, tuvo el valor de agrupar en torno a ella a ensayistas, poetas y artistas plásticos, que se unieron para defender un proyecto cultural común.

En esta etapa de intensa participación cultural y continuo intercambio de colaboraciones entre amigos, ilustró dos libros para su amigo el poeta Avilés de Taramancos (A Frauta e o Garamelo y Un corvo chamado Alberte) y pintó decorados para obras de teatro como “La Casa de la Troya” (1956), “Las sillas” de Ionesco y “Edipo abandonado” de López Cid (1960).

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En octubre de 1954 inauguró su primera exposición en la Galería Lino Pérez de La Coruña, regentada por Julio Ponte. Es significativo que fuera en este espacio, de clara vocación vanguardista y en el cual, a pesar de su corta vida, expondrían muchos jóvenes artistas que andando el tiempo ocuparían un lugar importante en el panorama del arte gallego, como Lago Rivera, U. Lugrís, A. Abelenda, A. Tenreiro o Labra. Esta exposición marcó un momento importante en su vida, pues tuvo el carácter de una declaración de intenciones. En efecto, vino a confirmar su decisión de obedecer  su vocación y “ser pintor”, algo que para su familia y la buena sociedad coruñesa era insólito, en cierto modo anormal y poco serio, máxime cuando optaba por un tipo de pintura que resultaba escandalosa e incomprensible.

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En 1957 se le presentó la ocasión de salir fuera de España y respirar esa atmósfera de libertad e información a que aspiraba desde aquí: viajó a Italia con unos amigos, entre los que se encontraba José Luis Rodríguez, y tuvo oportunidad de contemplar obras de Piero de la Francesca, Paolo Uccello, además de Rafael, Miguel Ángel, etc. Sobre todo los dos primeros le impresionaron profundamente, por su definición y por la potente articulación de formas y masas, enseñanzas que después recogería en su propia obra.


El final de la década estuvo marcado por dos acontecimientos importantes. En 1959 contrajo matrimonio con Blanca Docampo, que a partir de entonces fue la compañera inseparable de su vida y con quien tuvo tres hijos: Mª Blanca, Lucía y Alejandro. Y en 1960 colgó su segunda exposición en la Sala de la Asociación de Artistas, en la que presentó ya una obra hecha, personal, que marcaría el final de este período de juventud y el principio de una etapa plena de madurez.

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Por aquel entonces, muchos de sus otros compañeros de inquietudes habían marchado ya a Madrid o al extranjero. Pocos se quedaron, y los que lo hicieron no contaron con ningún tipo de apoyo institucional, ni siquiera con el estímulo de una sociedad receptiva. Fue más o menos a partir de este año de 1960 cuando inició su camino en solitario, en dos sentidos: por la ausencia de muchos amigos y la falta de apoyos, y porque se cierra esta etapa inicial, claramente abierta al exterior, a la influencia de corrientes exteriores, y se inicia una evolución plenamente individual e independiente.

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Los viajes que realiza, tanto el que hace a Italia, ya comentado, como el de bodas a Francia y algunos otros que le llevan por la península (y que le inspiran obras como “Lago Léman”, “Paisaje de Montpellier”, “Paisaje castellano”, etc.), le aportan la visión de tierras diferentes. Al percibir las diferencias, se reafirma su sentimiento de pertenencia a una geografía determinada y aprende a comprender lo autóctono en lo que tiene de universal. Otro aspecto es más histórico y está ligado a un renacer de la conciencia de la propia identidad en la última etapa del franquismo y durante la transición. Además, dado que abandona la figura (que circunscribe exclusivamente al retrato), el paisaje se convierte en el principal instrumento expresivo de la identidad y los problemas de Galicia, como también de él mismo.

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En 1963, construye, a modo de refugio de pesca, una pequeña casa junto al río Mera (Ortigueira). Era un lugar aislado, sin acceso en coche y, con las carreteras de entonces, muy distante de Coruña, pero absolutamente virgen. Esta especie de autoexilio, se convertiría en su lugar de elección y el comienzo de un proyecto personal de libertad y naturaleza en torno al cual giraría el resto de su vida.

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En 1975 deja el negocio familiar para dedicarse a la pintura.

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Cuando falleció el 13 de noviembre de 1993 estaba trabajando en cuadros y bocetos de interiores, de nuevo el estudio, sillas vacías, pequeños rincones de estancias de la casa de marcado carácter intimista, espacios en que cortinas o puertas que se abren nos desvelan nuevos ámbitos de luz a partir de la sombra.

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