1978-1993
naturalezas muertas
Al hablar de la trayectoria del artista durante su madurez, dos aspectos deben quedar claros. El primero es que siguió una evolución sin saltos, paulatina y consciente. El segundo y no menos importante es que, si bien no hay rupturas, sí se producen cambios. En efecto, cuando la búsqueda es constante, los hallazgos sólo pueden ser temporales, transitorios. En González Pascual confluían una personalidad inquieta y experimentadora, el ansia de no caer en modismos y amaneramientos y el recurso a la pintura como método de conocimiento. Además, perteneció a una generación plásticamente formada en las vanguardias y sobre la que pesó mucho el ejemplo evolutivo de Picasso.
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En 1977 pintó las primeras soperas como sucesoras naturales de los troncos-bodegón. A partir de ahí y durante los últimos 15 años de su vida se dedicaría a explorar un territorio deliberadamente limitado: la naturaleza muerta, o como él prefería denominar, los interiores. Este paso al género con menos pretensiones de la pintura, subestimado incluso en muchas épocas, puede interpretarse como un progresivo ejercicio de humildad en el acto de pintar, un intento por reducir al mínimo las interferencias (estilo, temáticas…) y ser cada vez más directo, eliminando retóricas en busca de un acto lo más puro posible: la pintura de una manzana, de un paño doblado, de un pequeño cuenco. El estilo, que veíamos brillar en los montes, se va apaciguando, haciéndose cada vez más discreto, convirtiéndose en tamiz sutilísimo entre el objeto representado y su representación. Sigue habiendo un estilo personal, pero es el de un pintor de vida quieta, de realidad parada. Cada vez más, el enfoque responde a una lógica contemplativa. Hemos hablado ya del ensimismamiento en el paisaje como mirada interior, de los paseos por el río, de la afición a la pesca (uno de sus libros favoritos era el preciado clásico del siglo XVII El perfecto pescador de caña o el Recreo del hombre contemplativo de Izaak Walton), de una búsqueda personal de la paz interior… todo ello culmina perfectamente en el bodegón, en la recreación de unas manzanas sobre una mesa.
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En este paso a la naturaleza muerta se produce otro hecho importante: de pintar a partir de apuntes muy someros, como hacía con los montes y los árboles, que recreaba en el estudio, pasa hacerlo del natural. Es decir, los montes eran paisaje intelectualizado y reconstruido, con una carga estilística importante; ahora, con los bodegones, se adhiere fuertemente a la realidad, mejor aún al objeto, que coloca delante de sí y cuya presencia trata de asir para trascenderla. Ahora bien, nada más engañoso que la idea de un realismo estricto. La naturaleza muerta es en sí misma ficticia y está muy lejos de haber sido extraída de ninguna ‘vida real’. En efecto, el motivo no suele existir hasta que el pintor decide componerlo: elegir los elementos y organizarlos en un campo espacial para crear una escena. González Pascual acumulaba en su estudio una serie de objetos que iba repitiendo y combinando en distintos bodegones, y algunos paños y soportes con los que componía e iluminaba los modelos. Elegía unos objetos u otros sobre todo por su interés formal, su función dentro del cuadro y los problemas que le permitían abordar. Otras veces, se sentía atraído por motivos con cierta carga identitaria: como cerámicas de Sargadelos, manteles de Camariñas, cuncas…
Hubo temas sobre los que volvió una y otra vez, como fueron las manzanas, sin duda el más reiterado, pero también otras frutas como membrillos o limones; las soperas, las lozas blancas, las modestas cuncas… o también ricas y opulentas cerámicas decoradas; objetos de cristal: copas, compoteras, vasos, botellones; cacharros de barro que componen juegos de volúmenes en sobrias gamas de tierras; paños doblados, plegados, pendiendo de una mesa; mesas con mantel, con dos o tres elementos, un frutero, una servilleta doblada; y, en menor medida, cestos, libros… No obedecen a etapas correlativas, aunque sí hay concentraciones temporales (p.ej. paños en torno a 1985), sino que reaparecen periódicamente, con la única constante, quizás, de las manzanas.
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La organización suele ser frontal y emblemática, y el número de elementos, muy reducido: un motivo sencillo (un plato, unas manzanas) y un plano horizontal que divide el espacio en dos bandas, soporte y fondo. Esta enorme simplicidad compositiva da lugar a un ambiente estático y reposado, trascendente. Los objetos aparecen animados por una poética del silencio, de la quietud.
Renunciando a cualquier efectismo perspectivo, los fondos, aparentemente planos pero muy ricos en gradaciones, construyen una atmósfera indefinida, un escenario desnudo en el que presentar el objeto. No hay nada decorativo o superfluo que dé existencia plástica a ese espacio aéreo y vacío, sólo un plano: la mesa, tan simple como una línea.
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La iluminación es intensa y dirigida, en general incide lateralmente y subraya el volumen corpóreo de las cosas. Tiene un efecto aislante y distanciador: a la vez que nos revela los objetos, los aleja haciéndolos inaccesibles, ideales como opuestos a reales. En “Loza” (1980), jarra, sopera y platos parecen casi sobrenaturales en su plenitud y ejercen sobre la mirada un poderoso magnetismo. Ahora bien, a lo largo de todos los años en que pinta bodegones, la luz y los fondos van a experimentar grandes cambios. De hecho, la forma no va a variar apenas (las manzanas Golden de 1978 son las mismas que las de 1993) y toda la evolución se confía a la atmósfera. Podemos hablar de una primera fase (aproximadamente 1977-83) en que los fondos son oscuros, casi negros, y la iluminación es de carácter tenebrista. La utilización de un potente claroscuro acentúa los volúmenes y contribuye a dar monumentalidad a soperas y melones, que emergen rotundos del fondo negro. Se posa también la luz sobre los paños para revelarnos sus texturas, sobre las lozas blancas y los cristales para devolvernos su brillo en forma de reflejo. Son obras que se inscriben en la tradición del bodegón español, evocadoras de Sánchez Cotán y Zurbarán.
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Más adelante, hacia 1982-83, empiezan a aparecer los primeros bodegones con fondo claro, que progresivamente se irá aclarando hasta el blanco, y la luz se va haciendo más difusa, invadiéndolo todo. De algún modo, el objeto pierde materia para ser luz, la atmósfera se vivifica. Como atmósfera espiritualizada se nos presenta el bodegón de 1988 perteneciente a la Colección Caixavigo.
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Hay que señalar que, a pesar de esta progresiva clarificación de la gama, la paleta no cambia, los tubos son los mismos del principio. Tampoco cambia su actitud hacia el color: austeridad, mesura y huida de efectismos y colorismos fáciles. Las gamas son frías y rigurosas, tendentes casi a la monocromía, con un gran protagonismo de los grises. Delicados matices de ocres y algún rosa configuran la compleja iluminación de “Libros” (1990), que sin embargo conmueve por su claridad compositiva. La materia se adelgaza progresivamente, llegando a ser casi transparente, espiritualizándose, desvaneciéndose, queriendo liberarse de su peso para ser luz incorpórea, atmosférica. El tratamiento es limpísimo, de una pureza cristalina.
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La pincelada es más pausada y meditada, pero la aplica con gran seguridad, sin sobar ni repetir, con la agilidad y libertad de épocas anteriores. Se configura así un dibujo extremadamente cuidado y sensible aunque sacrificado a la mancha, de gran precisión pero sin línea de recorte.
La tensión entre esta voluntad simplificadora y el deseo de conservar la apariencia real de las cosas se resuelve en la búsqueda de la esencia, de la verdadera naturaleza de las cosas. Los objetos aparecen revelados, dotados de una intensa presencia real. Están aislados, descontextualizados, casi sacralizados. Lo que nos llega es el deslumbramiento ante lo conocido, que parece cobrar vida, transfigurarse. Hay en González Pascual una búsqueda de la trascendencia que participa de un sentimiento casi religioso. La penetración de la mirada, la evidencia silenciosa de los objetos, entroncan con la mística contemplativa.
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Pero sus naturalezas muertas tienen también el mismo carácter de revelaciones súbitas sobre la verdad íntima de las cosas, de captación de lo fugitivo que repentinamente nos deslumbra, de las "epifanías" de J. Joyce. Son puro presente encantado, instantes de perfección congelados, que en vez de poner de manifiesto la fugacidad de las cosas (como la vanitas clásica), desafían al tiempo incólumes. Hay una nostalgia, pero no es nostalgia del pasado, sino del propio presente que se quiere eterno. Esto es lo que verdaderamente trasciende en estas obras.
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Ahora bien, no debemos engañarnos con esta aparente sencillez. De hecho, la reiteración de los temas le sirve de pretexto para investigar ritmos y combinaciones, ahondar en determinados aspectos o modificar las condiciones de presentación de los objetos. Hay que ver varias obras para comprender sus logros: las infinitas gamas de luz y las exquisitas armonías de matices que logra con la economía de medios que se ha impuesto y con la que consigue revelar la diversidad en cosas aparentemente iguales. Utiliza una y otra vez los mismos objetos, que acabamos reconociendo con facilidad en distintos cuadros. Al final, se constituyen en metalenguaje de la propia obra: las manzanas no son las mismas la primera vez que las aborda que la segunda, en que hay ya un referente, ni la tercera, en que se produce una confirmación, ni la cuarta, en que puede haber cierta ironía, etc… mudando sensiblemente de significado a medida que se desarrolla la evolución pictórica y personal del autor.
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A modo de resumen, los bodegones de González Pascual son limpios, claros, trascendentes y de una profunda honradez técnica.
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